Lenguaje político

De WIKIALICE
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El lenguaje político es una forma específica de comunicación cuya característica principal es estar dotado de un carácter performativo. El concepto de performatividad se refiere a una forma particular de lenguaje que no describe ni registra nada, un lenguaje cuyas afirmaciones no son ni verdaderas ni falsas.

En el lenguaje performativo mediante la oración o el habla se realiza una acción, por supuesto una acción que es mucho más que el mero hecho de «decir» algo. Es un lenguaje típicamente político, el lenguaje que no describe una realidad sino que realiza una acción, un lenguaje que no utiliza las palabras como resultado de una contemplación de una realidad entendida como externa al sujeto, sino que usa las palabras para actuar sobre y en una realidad intersubjetiva, que a partir de esa acción se vuelve humana.

Ejemplos de lenguaje performativo son las expresiones orales como «¡Sí, juro!» desempeñar el cargo con lealtad, etc., expresado en el momento de asunción del cargo. O «bautizo a este barco con el nombre de Queen Elizabeth», expresado al romper la botella de champagne contra la proa. O «Se condena a 6 años de prisión…» o «vi al acusado asesinar a la víctima», como declaración testimonial en un juicio oral. También las expresiones escritas como la firma de documentos públicos.

En estos ejemplos parece claro que expresar la oración en las circunstancias apropiadas no es describir ni enunciar que lo estoy haciendo: es hacerlo.
Ninguna de las expresiones mencionadas es verdadera o falsa, así como decir ¡maldición! no es ni verdadero ni falso.

Cuando se ponen las manos sobre los Evangelios y en presencia del funcionario apropiado se dice ¡Sí, juro! no se está informando acerca de un juramento, se está jurando.

A este tipo de expresión se la llama oración realizativa o performativa. Indica que emitir la expresión es realizar una acción y que ésta no se concibe normalmente como el mero decir algo.

Cuando se dice que estas expresiones no son verdaderas ni falsas se puede encontrar con el caso de que alguien promete pero está diciendo algo falso porque no cumple. Se estaría hablando de una promesa falsa. Sin embargo, hablar así no es decir que la expresión «te prometo que…» es falsa, en el sentido de que quien enuncia eso dice que promete, pero en realidad no lo hace, o que aunque describe, describe falsamente. Porque quien usa la fórmula «te prometo que…», promete; la promesa no es ni siquiera nula, aunque es hecha de mala fe. La expresión es quizás equívoca, probablemente engañosa y sin duda moralmente incorrecta, pero no es una mentira ni un enunciado erróneo.

En el derecho procesal norteamericano se admite como prueba la referencia a lo que otro ha dicho, si lo que éste ha dicho es una expresión de tipo realizativo. No se considera que esa referencia apunte a algo que la otra persona dijo –porque si así fuera sería una declaración de segunda mano no admisible como prueba– sino más bien como algo que esa persona hizo, como una acción hecha por ella. Esto coincidente con nuestro primer enfoque de los realizativos.

Además de pronunciar las palabras correspondientes al realizativo es menester que muchas otras cosas salgan bien para poder decir que la acción ha sido ejecutada con éxito. Para decir «¡sí, juro!» tiene que encontrarse en una situación donde jurar fuera la conducta esperable. Si así no fuera la expresión no sería falsa sino desafortunada.

  • Regla 1. Tiene que existir un procedimiento convencional aceptado, que posea cierto efecto convencional, y que debe incluir la expresión de ciertas palabras por ciertas personas en ciertas circunstancias.
  • Regla 2. En un caso dado las personas particulares y las circunstancias particulares deben ser las apropiadas para recurrir o apelar al procedimiento particular al que se recurre o apela.

Sean realizativos explícitos o realizativos implícitos, en todas estas oraciones el actor central es yo, que entra así esencialmente en escena. Una ventaja de la forma con la primera persona del singular del indicativo en la voz activa –y también de las formas en la voz pasiva (en segunda y tercera persona y cuando el verbo es «impersonal»), todas ellas con el agregado de la firma– es que se hace explícita esta característica especial de la situación lingüística.

Hay dos niveles de análisis en el estudio de lenguaje performativo. Uno es el nivel netamente lingüístico y otro el nivel político, el que nos interesa en esta ocasión.
John Austin (1998)[1], filósofo de la Universidad de Oxford, es el primer formulador del lenguaje performativo.

Austin distingue entre dos tipos de oraciones: constatativas y realizativas o performativas. En las oraciones constatativas o enunciativas sólo describo un estado de cosas o enuncio algún hecho, con verdad o falsedad.

En las oraciones performativas no se describe un estado de cosas, sino que se hace lo que se dice en el mismo acto de decirlo. Esta es la 1.ª formulación de Austin.

Y dado que se actúa al decir no se pueden someter estas afirmaciones a las condiciones de verdad o falsedad, sino a condiciones de adecuación o inadecuación (Austin dice afortunado o desafortunado).

Se da el efecto convencional en el que no vale la verdad como elemento absoluto, como contenido proposicional, sino la adecuación a un contexto que implica convenciones sociales y culturales propias de esa comunidad.

Se llama a esto la 1.ª formulación de Austin porque no encuentra parámetros que sean lo suficientemente claros para distinguir entre oraciones constatativas y oraciones performativas o realizativas. A estas dificultades el autor las llama «insatisfacciones».

En la 2.ª formulación, Austin habla de una nueva unidad de análisis a la que denomina «actos de habla», en la que re-ubica las dos dimensiones anteriores.

El acto de habla, presentado como unidad de comunicación, tiene en sí tres acciones coexistentes: El acto locucionario es básicamente el acto de referir y predicar. Por lo tanto, dentro del acto de habla, va a quedar subsumido el enunciado constatativo. Es el caso de un realizativo implícito. El acto ilocucionario es el acto de hacer al decir, con lo que comprende la dimensión del enunciado realizativo (performativo). Es el caso de un realizativo explícito. El acto perlocucionario se relacionará con los efectos que se pretenden obtener sobre la audiencia al llevar a cabo el acto. Es el aspecto que nos permite hablar de la performatividad del lenguaje político. Aunque desde el punto de vista lingüístico carece de importancia, desde nuestro punto de vista político es el aspecto más destacable.

En esta nueva ubicación, los enunciados anteriormente opuestos se articulan simultáneamente. A partir de aquí cuando Austin se refiere a los actos de habla se está refiriendo a estos tres actos que lo componen.

Sin duda el mayor aporte de esa teoría está en la dimensión ilocucionaria, es decir, en la dimensión del hacer algo cuando se dice, con el agregado de que ese «hacer» no necesariamente tiene que estar explícito. En general todo enunciado es un acto de habla, ya que estas fuerzas ilocucionarias palpitan en toda emisión que alguien produce.

Hablar del uso del lenguaje para prometer o advertir parece ser exactamente igual a hablar del uso del lenguaje para persuadir, excitar, alarmar, etc. Sin embargo, el primer tipo de «uso», puede ser considerado convencional, en el sentido de que por lo menos es posible explicarlo mediante la fórmula realizativa, cosa que no ocurre con el último. Así, se puede decir «te prometo que» o «te advierto que» pero no se puede decir «te persuado que» o «te alarmo que».

Se debe advertir que un acto ilocucionario es un acto convencional, un acto hecho de conformidad con una convención. Se distingue así el acto locucionario (y dentro de él los actos fonéticos, fáticos y réticos) que posee significado; el acto ilocucionario, que posee una cierta fuerza al decir algo; y el acto perlocucionario que consiste en lograr ciertos efectos por el hecho de decir algo.

Posteriormente, John Searle (1980)[2] reformula y sistematiza la hipótesis fundamental de Austin –la de los performativos– en su libroActos de habla.

Para Searle, hablar un lenguaje significa tomar parte de un tipo especial de conducta, altamente compleja, cuya particularidad consiste en estar gobernada por ciertas reglas que es necesario dominar. El acto de habla siempre se produce en un contexto determinado y éste es el que finalmente le asigna su significación total.
La concepción que se tenga del lenguaje performativo y su uso político está relacionada con una determinada concepción de lo político o de la política. Cuando la política es conceptualizada o entendida como un «entre nosotros», como la búsqueda de consenso, como la conciliación de intereses contradictorios o conflictivos, como pura negociación, esta forma de utilización del lenguaje performativo es la adecuada para interpretar el fenómeno. En este contexto el lenguaje performativo es entendido como «discurso político», donde el lenguaje produce hechos, pero sigue siendo básicamente un «decir». Sigue siendo un reflexionar acerca de las palabras del poder y las palabras sobre el poder. Pero cuando la política es entendida como un ámbito de conflicto, irresoluble, un proceso cualitativo, sustantivo y no procedimental, el lenguaje performativo puede ser utilizado de una forma completamente novedosa, como un asunto relativo al poder de las palabras.

La idea de performatividad supone una oposición a las concepciones representacionalistas del lenguaje. Cuando un actor habla, está realizando una acción y esta acción no se reduce a representar o expresar con palabras otra acción o estado de cosas que está «en otro lugar» sino que hablando realiza una serie de acciones e inaugura distintos estados de cosas.

Todo acto de habla está dirigido y, por tanto, inaugura un compromiso discursivo entre los hablantes. Efectivamente esta dimensión performativa, esta capacidad del acto de habla de hacer cosas, explica el efecto retroactivo: la idea de que el discurso crea realidades que luego propone retroactivamente como causa del discurso, siendo en realidad producto de él. El efecto que retroactivamente, en y por el discurso, es transformado en causa.

La dominación es una relación social en la que alguien exige obediencia y puede esperar legítimamente ser obedecido. En este plano queda descartada toda definición sustancialista del poder o naturalista del derecho de quienes lo detentan: si la dominación es relación social, que supone un orden vigente, en el que ciertos mandatos de cierto contenido pueden esperar ser obedecidos por ciertas personas, entonces la dominación es siempre un trabajo conjunto, no solo del que manda y el que obedece, sino de todo el grupo social que reproduce o modifica el orden vigente.

La coacción psíquica que Weber atribuía específicamente a las asociaciones de dominación hierocráticas, pasa a ser también instrumento y técnica del Estado, a partir del desarrollo de lo que Foucault llama un nuevo «poder pastoral». En esta perspectiva, Bordieu dirá que desde fines del siglo xix en los países occidentales, el Estado ya no detenta solamente el monopolio de la violencia física legítima, sino también el de la violencia simbólica legítima, que logró arrebatar a la Iglesia.

En este contexto la eficacia social de todo lenguaje performativo se funda en una alquimia, una transubstanciación, que producen colectivamente las sociedades, por la cual construyen y reconstruyen las estructuras simbólicas que las sostienen. La autoridad que funda la eficacia performativa del discurso es un percipi, un ser conocido y reconocido, que permite imponer un percipere, o mejor imponerse, como imponiendo oficialmente, es decir frente a todos y en nombre de todos, el consenso sobre el sentido del mundo social que funda el sentido común. La representación política no es sino un caso particular de este proceso, por eso la legitimidad no es simplemente una cuestión jurídica, aunque tome su forma. Dice Bordieu «el misterio de la magia performativa se resuelve en el misterio del ministerio», por el cual «el representante (en los diversos sentidos del término) hace al grupo que lo hace». Sin el representante, que le da voz y da cuerpo a sus acciones, el grupo no existe como tal. El portavoz dotado del pleno poder de hablar y de actuar en nombre del grupo, y en primer lugar sobre el grupo, por la magia de la palabra autorizada, es el sustituto del grupo, que existe solamente por su procuración.

Véase también

Referencias

  1. Austin, J. L. (1998): Cómo hacer cosas con palabras. Palabras y acciones. Buenos Aires: Paidós.
  2. Searle, J. (1980): Actos de Habla, (1.ª edición: 1969). Madrid: Cátedra.


Autor de esta voz

Norberto Emmerich